La falacia del control

El control nos engancha. El control es como una droga: nos produce bienestar, nos engrandece y queremos más. Y más. Y siempre más.

Queremos controlar nuestras emociones, queremos controlar las situaciones con los demás, queremos controlar lo que les pase a nuestros seres queridos, queremos controlar nuestras vidas…

“Cuando estoy en la montaña con mi familia me paso todo el rato controlando a mi hijo pequeño para que no se caiga”, o “me hago listas de todas las cosas que tengo que hacer durante el día de hoy para no olvidarme de nada y controlarlo todo”, “si tengo al día todo este trabajo seguro que todo saldrá bien, porqué estará bajo control”…

La creencia que lo sustenta es que “haciendo o diciendo determinadas cosas tendré la certeza de que algo pasará exactamente tal y como yo quiero”, y, eso, me brinda una sensación muy placentera, puesto que eleva mis cualidades a algo por encima de lo humano, tengo la sensación de que puedo elegir o decidir lo que acontezca en mi vida. Entramos en una zona de dominio, de mando, y de preponderancia, de creernos estar por encima de las leyes y de la realidad de la vida. El control hincha a nuestro ego, dándole más poder del que realmente tiene. Y eso deviene un problema puesto que no cuadra con mis cualidades reales, y por lo tanto, interfiere en la aceptación de mi condición humana. Tomar conciencia de esa postura me permitirá aceptar lo que vaya sucediendo en mi vida, sin pretender luchar, ni engancharme, ni sobreponerme a ella. Puedo hacerme responsable de aquello que decido, pero siempre en base a lo que HAY en ese momento, y no a lo que a mí me gustaría que hubiese o que no hubiese. Y, una vez tomada la decisión, me toca esperar que la vida mueva su ficha, y que pasen cosas…

Así que el control del que nos apoderamos es mentira, es ficción. Tan solo es una sensación, no una realidad. ¿Realmente crees que puedes controlar algo? ¿Puedes asegurar que acontezca algo concreto en tu vida tal y como tú lo esperas? ¿Al 100% de seguridad?

La respuesta siempre es NO.

Darte cuenta de cuanta energía inviertes en pretender controlar puede ser un buen ejercicio.  ¿Cuál es el precio que estás pagando para controlarlo todo?

Ser consciente de que el control real no existe puede sacarte un peso de encima, e invitarte a aflojar tanta dedicación y energía (mal) invertida en ello.

La sociedad occidental constantemente nos refuerza esa falsa creencia de que podemos controlar; “si te compras ese coche, serás feliz (para siempre)”, “si apuntas a tus hijos a esa escuela de inglés, aprenderán a hablarlo en 10 días”, “si estudias esa carrera encontrarás trabajo seguro”, etc.

Por otro lado, el control hace que nos centremos sólo en el objetivo, en el resultado esperado, y, por lo tanto, nos formamos unas expectativas determinadas. Creamos planes de cómo deben acontecer las cosas, dejando de mirar lo que realmente está ocurriendo.

Pero no acaba aquí la historia, ¡el precio todavía es más alto! Si lo que nos habíamos planeado no surge de tal manera muy probablemente vamos a buscar culpables, ya seamos nosotros mismos como terceras personas. Por lo tanto, nos aleja de una cualidad adulta como es la RESPONSABILIDAD. Para cultivarla hay que saber en qué consiste el juego, y la realidad es que no existe el control.

Sí que puedo invertir energía en decidir ir hacia una dirección concreta, pero nunca sabré lo que pasará… Justamente, ¡esa es la aventura de la vida!